8 de agosto de 2007

en el vientre de la bestia


Nos gustaría reflexionar brevemente, en torno al tema de las condiciones sociales desde las cuales opera la lógica de la separación, de la segregación. Para ello nos apoyaremos en lo que hasta el momento ha aportado la sociología de la exclusión. Al fin y al cabo, aunque por lo general, se ha utilizado para analizar los problemas vinculados a la extrema pobreza, es también perfectamente aplicable al caso de las personas presas. La violación de derechos sociales y económicos que representa la miseria de miles de personas que luchan por sobrevivir en los meandros de una sociedad de hiperabundancia, es plenamente consistente con la violación de derechos que experimentan quienes se encuentran radicalmente excluidas y apartadas de todo y de todas.

Si la vida es conexión, contacto, relación..., entonces hemos de concluir que ser condenada a estar sola, es simplemente una forma de muerte (recordemos el poema: “¡qué solos se quedan los muertos!”). Si la riqueza nace y se multiplica en el encuentro..., ser forzada a la soledad es, por tanto, lo mismo que verse radicalmente empobrecida. Toda forma de encierro forzoso entraña muerte, sufrimiento, miseria. Si miramos en el diccionario, veremos que empobrecer, es sinónimo de arruinar, hundir, arrasar, asolar, demoler, talar, abatir, deshacer, destruir, aniquilar; estas son pues las consecuencias inevitables de la violencia ejercida mediante la separación radical, mediante el secuestro institucionalizado que representa la cárcel desde su invención.

Siendo esto así, quién puede ser sometida legítimamente a semejante proceso de deshumanización y embrutecimiento, ¿a quien se aísla?, ¿a quién se excluye? Tradicionalmente, la reclusión ha venido siendo aplicada a categorías concretas de personas. Históricamente el encierro ha venido a aplicarse a los locos, los pobres y los criminales. El manicomio, el hospicio y la cárcel, son tres especialidades institucionales que buscan en cierto modo un mismo objetivo: marcar distancias y levantar barreras –a ser posible infranqueables- entre la sociedad bien instalada y cuantos parecen amenazar el orden social general. Naturalmente, siempre se les encierra, “por su propio bien”, para ayudarles, más aún para ayudarles a ayudarse; liberándoles del peligro que representan para sí mismas y para las demás.

Así, el enfermo conlleva el peligro del contagio. La locura es contagiosa y se propaga si no se le contiene y se la represa tras de los muros del frenopático. La irrupción de la medicina en los dispositivos destinados a controlar las conductas divergentes, con toda su carga de pretensión diagnóstica y “científica”, llegó pronto también al mundo de la cárcel. Por eso mismo, no es casual que andando el tiempo, una intervención frente al crimen que se pretendía científica y positivista, promoviera en un momento dado la medicalización del delincuente. Surge así la imagen de la prisión en tanto que “enfermería del crimen”. Inventariar conductas desviadas, supone ante todo una mentalidad clínica que estudia patologías y trata de establecer tipologías de cuantas aparezcan como desadaptadas, inadaptadas y/o poco adaptadas al orden normativo de la mayoría. Desde esta visión clínica, el objetivo consiste exclusivamente en readaptar a la desadaptada, dejando inalterado el orden social desadaptador.

El encierro de las personas enfermas, y particularmente de las enfermas mentales, no es sino una forma particular de exorcizar y poner a buen recaudo los diversos tipos de pobres. La pobreza, y más aún si ha perdido el juicio, constituye siempre una amenaza, tanto desde el punto de vista económico como simbólico. Las instituciones de asistencia se dan la mano con las leyes de represión de la mendicidad y el vagabundeo. Tanto unas como otras, persiguen un fin semejante: la moralización de las masas, de acuerdo a los intereses de los grupos sociales dominantes.

Todo poder arroja un saldo de población excluida. Estas poblaciones marginales, necesariamente han de ser administradas, manejadas, controladas, si bien desde la óptica del verdaderamente poderoso representan una incomodidad más que un peligro real “son ‘basura’ social más que ‘dinamita’ social”. Como puso de relieve hace años Goffman, en el seno de las instituciones totales modernas, pululan toda una pléyade de expertos, de entre los cuales destacan las profesionales de la salud, física y mental, que consiguen, desde categorías diagnósticas que se reclaman objetivas y científicas, delimitar, fijar los contornos de lo que es normal y anormal, separar la realidad de los unos frente a la de los otros; clausurando la de estos últimos, prescribiéndoles el encierro como tratamiento, y, más importante aún, encerrándoles al interior de categorías diagnósticas que de modo inequívoco, los convierten en... otra cosa, distinta, diferente a la de las personas normales. De este segundo encierro, conceptual y simbólico les resultará aún más difícil salir una vez que se haya acabado la etapa de reclusión física del cuerpo.

Enmarcada dentro de esa lógica que exige el encierro y la reclusión de los miserables, la cárcel no es sino uno de tantos dispositivos de exclusión socio-espacial. Ahora bien, se trata de un espacio privilegiado dentro de la geografía de la exclusión. Estamos ante el lugar de reclusión más persistente, aquel en el que con más nitidez “se escucha la pena del metal, el sollozo del hierro”, la cárcel; “fábrica del llanto”, “telar de la lágrima” (M. Hernández). Cualquier proyecto “científico” de administración de los cuerpos y regulación de las conductas de quienes se encuentran encerradas en ella ha de ser inscrito dentro de esta lógica de control-represión de la que el modelo de Bentham, continúa siendo su expresión más ingenua y acabada. La cárcel moderna, y más aún la cárcel dotada de los últimos avances tecnológicos es el espacio ideal para excluir, segregar y finalmente aniquilar las identidades socialmente definidas como peligrosas.

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