La cárcel, es la respuesta que el estado viene dando desde hace muchos años a los problemas sociales de niños, niñas y jóvenes. Antes los llamaban reformatorios y ahora centros educativos, pero siempre son los mismos edificios, rodeados por muros y vallas, y vigilados por guardias de seguridad con perros.
La mayoría de los menores encerrados provienen de familias y ambientes con falta de recursos y las cárceles, si mas no, son una forma de castigar la pobreza, ya que pobres son la mayoría de las personas encerradas.
Bajo la denominación de “centros educativos” se camuflan verdaderas cárceles o psiquiátricos sin legitimidad científica ni jurídica. Las cárceles y psiquiátricos están sujetas, por lo menos en teoría, a un control jurídico y científico, así como a un control social a través de las familias, asociaciones y ciudadanos en general (y aún así se cometen abusos). Sin embargo, en estos centros, al estar emparados por una supuesta actividad protectora o educativa con menores, impera la clandestinidad, el secretismo y una licencia para actuar que justifica todo tipo de abusos.
El mayor abuso que se está cometiendo en esta política institucional es el de haber conseguido legitimar como método educativo lo que es un puro sistema de represión, de dominación, de sometimiento de los menores a un régimen de vida que ha unido lo paramilitar, lo carcelario y la modificación de conducta.
El modelo de convivencia (disfrazado como proyecto educativo) que impera en los centros de menores, es un modelo basado en el sometimiento a un férreo régimen disciplinario y a la represión de las conductas desviadas de este objetivo. Con ello se genera una dinámica circular donde al hipercontrol y la represión, los menores responden con nuevos y mayores sistemas violentos de defensa que a su vez justifican una respuesta de mayor violencia institucionalizada.
Al menor se le anula como persona, se le desnuda, se le cachea, se le vigila, se le espía, se le invade de reproches, de sentimientos de culpa... se le vacía, degrada y debilita para poder someterle al régimen de vida de la institución. Se le aísla en salas de catarsis (de 7 en 7 días como marca la ley), se le ata en camillas con correas o grilletes, se le inmoviliza con palos, gases paralizantes o se le atiborra de psicofármacos... son métodos de maltrato y tortura; y por más que pretendan, nunca podrán legitimarse como procedimientos educativos.
No puede haber proyecto educativo, aunque figure por escrito, porque el patrón que marca la vida cotidiana funciona a golpe de Reglamentos de Régimen Interno (arbitrarios, abusivos, invasivos y que atentan a derechos legítimos), a base de gritos, reproches, amenazas y sanciones.
No puede haber ni hay educación porque no hay relaciones ni vínculos personales, ni afectivos; solo hay vigilantes y vigilados, cuidadores y cuidados, dominadores y dominados.
No puede brotar educación sino odio y rencor cuando un menor es drogado y aislado y amordazado con el único objetivo de someterle.
La mayoría de los menores encerrados provienen de familias y ambientes con falta de recursos y las cárceles, si mas no, son una forma de castigar la pobreza, ya que pobres son la mayoría de las personas encerradas.
Bajo la denominación de “centros educativos” se camuflan verdaderas cárceles o psiquiátricos sin legitimidad científica ni jurídica. Las cárceles y psiquiátricos están sujetas, por lo menos en teoría, a un control jurídico y científico, así como a un control social a través de las familias, asociaciones y ciudadanos en general (y aún así se cometen abusos). Sin embargo, en estos centros, al estar emparados por una supuesta actividad protectora o educativa con menores, impera la clandestinidad, el secretismo y una licencia para actuar que justifica todo tipo de abusos.
El mayor abuso que se está cometiendo en esta política institucional es el de haber conseguido legitimar como método educativo lo que es un puro sistema de represión, de dominación, de sometimiento de los menores a un régimen de vida que ha unido lo paramilitar, lo carcelario y la modificación de conducta.
El modelo de convivencia (disfrazado como proyecto educativo) que impera en los centros de menores, es un modelo basado en el sometimiento a un férreo régimen disciplinario y a la represión de las conductas desviadas de este objetivo. Con ello se genera una dinámica circular donde al hipercontrol y la represión, los menores responden con nuevos y mayores sistemas violentos de defensa que a su vez justifican una respuesta de mayor violencia institucionalizada.
Al menor se le anula como persona, se le desnuda, se le cachea, se le vigila, se le espía, se le invade de reproches, de sentimientos de culpa... se le vacía, degrada y debilita para poder someterle al régimen de vida de la institución. Se le aísla en salas de catarsis (de 7 en 7 días como marca la ley), se le ata en camillas con correas o grilletes, se le inmoviliza con palos, gases paralizantes o se le atiborra de psicofármacos... son métodos de maltrato y tortura; y por más que pretendan, nunca podrán legitimarse como procedimientos educativos.
No puede haber proyecto educativo, aunque figure por escrito, porque el patrón que marca la vida cotidiana funciona a golpe de Reglamentos de Régimen Interno (arbitrarios, abusivos, invasivos y que atentan a derechos legítimos), a base de gritos, reproches, amenazas y sanciones.
No puede haber ni hay educación porque no hay relaciones ni vínculos personales, ni afectivos; solo hay vigilantes y vigilados, cuidadores y cuidados, dominadores y dominados.
No puede brotar educación sino odio y rencor cuando un menor es drogado y aislado y amordazado con el único objetivo de someterle.